La ardua tarea de tener que ser feliz.
Juan Cruz Pistilli. Psicólogo, Psicoanalista.
El vínculo entre el hombre y la felicidad está poblado de extrañezas.
Asistimos a una época donde la felicidad surge como imperativo, como una obligación de aparecer en cualquier ámbito con sonrisas ininterrumpidas cosidas al rostro, desplazando cualquier esbozo de angustia, tristeza o abatimiento a un rincón apartado, velado. Basta husmear en las redes sociales, donde se observan fotografías que destilan una felicidad exultante y continua, acompañadas de comentarios que refuerzan la plenitud de las imágenes.
También la televisión presenta gente rutilante y esplendida que desborda alegría, o ciertas películas de Hollywood con sus gloriosos finales felices. Las librerías no son ajenas y también nos ofrecen los instructivos de la felicidad, los célebres manuales de autoayuda. Encontramos asimismo canciones como; “Celebra la vida” de Axel Fernando o “Color Esperanza” de Diego Torres, entre otras, donde mediante una simple urdimbre de la voluntad uno podría reencontrarse con un símil del paraíso perdido. Por supuesto que en estos ámbitos pululan otros fenómenos como victimismo, violencia y derrotismo por ejemplo.
Pero a la hora de apelar a la felicidad, nos encontramos con un individuo circunscripto, “modulado” por una misma frecuencia, como diría Gilles Deleuze, un individuo imbuido en un continuo de felicidad, habitando la estabilidad del amor, la paz y la alegría. Equilibrio cuya alteración será inmediatamente corregida por las argucias del mercado; terapeutización psicológica, farmacopea o algún otro dispositivo que hallemos en la góndola de las soluciones vertiginosas.
El sujeto actual, consumidor atolondrado, evasor del sufrimiento, requiere tener a mano, el espejismo de la felicidad como producto de supermercado
Cuando Miguel de Unamuno nos advierte sobre el sentimiento trágico de la vida, nos revela la conciencia de nuestra fragilidad e inconsistencia y la imposibilidad de destituir esa lucidez. Pretender abolir ese sentimiento, despojando la existencia de lo trágico y colmándola de una euforia incesante, desasir la felicidad del instante, de la fugacidad y la alternancia, elementos que le dan su poder, solo nos lleva a una desembocadura; la caricaturización grotesca de la felicidad.
Para pensar esta caricaturización, es necesario introducir la cultura del consumo, la que promete evasión de los problemas y felicidad a granel (recordemos que el mercado a través de la publicidad sella consumo y felicidad).
El sujeto actual, consumidor atolondrado, evasor del sufrimiento, requiere tener a mano, el espejismo de la felicidad como producto de supermercado. Tal es así, que en las últimas elecciones presidenciales uno de los slogans más efectivos fue el que prometía: “la revolución de la alegría”, fórmula que solo puede hacer carrera montada sobre, por lo menos, tres cimientos: cierta ingenuidad social, invocar a uno de los anhelos mayúsculos de la especie, y la insatisfacción siempre ligada a los grupos humanos.
En fin, vale concluir, como aporte a la acotada reflexión que un artículo impone, con la recomendable novela de ciencia-ficción, del visionario Aldous Huxley, donde conjetura lo que sería una dictadura perfecta. Una dictadura con las apariencias de una democracia, donde los individuos están sometidos a sofisticados métodos de control; condicionamientos genéticos, “hipnopedia” como técnica de adoctrinamiento durante el sueño, consumo de “soma” la pastilla de la felicidad que ahuyenta cualquier inquietud sombría que amenace al sistema. Una política, sustentada en la servidumbre y en las conciencias adormecidas, donde los cautivos profesan amor por su vasallaje, como el pez que nadando en su pecera, cree que es libre en el universo.